El pájaro de fuego

27 julio, 2017

– El pájaro de fuego, escrito por la joven guatemalteca Andrea Morales, es el cuento ganador del V Premio Centroamericano de Cuento Carátula realizado en el marco de Centroamérica Cuenta 2017. El jurado determinó que el texto es un retrato de un mundo familiar donde todos los elementos (afectos, cosechas, memoria y hasta la piel) están marcados por la presencia de fuego y los recursos literarios son idóneos para la construcción de la historia. El jurado, conformado por los escritores Sergio Ramírez (Nicaragua), Pedro de Isla (México) y Miguel Huezo Mixco (El Salvador), deliberó sobre 12 cuentos finalistas de un total de 110 recibidos por el Comité Organizador, todos de autores centroamericanos menores de 35 años y cuyos textos tuvieron temáticas libres, según lo estipulado en las bases del premio.


–        ¿Cómo es allá, donde se ven las cosas desde lejos?
–        ¿Cuándo uno se va?
–        O cuando se regresa

Al atardecer

El sol ha estado haciendo estragos con mi piel. Tengo por lo menos cuatro tonos distintos y al comparar mis hombros con mi cara o la cara con los pies, parece que ni siquiera fueran partes de una misma persona. No hace falta pasarse la vida allá afuera, después de un par de días ya pueden verse las marcas, si es que sabés donde buscar.

Así no era antes, aunque cuando yo nací ya estaba el clima cambiado dicen y no he conocido nada más, yo también sé que esto no es normal. Se ve en las plantas secas, como achicharradas, a punto de convertirse en ceniza sin que las tuviera que consumir el fuego para que se quemaran.

Aunque la Abuela se ha quedado en la sombra de la casa por lo menos cuatro años, saliendo sólo cuando oscurece para acarrear agua o para meterse entre la milpa por horas, a ella también la cambió el calor del sol y sus llamas invisibles. Me lo contó la tarde en que entró  sin anunciarse al cuarto y me encontró sosteniendo un espejo pequeño de espaldas a otro más grande en un intento de alcanzarme a ver las manchas blancas que, me habían dicho, tenía entre los hombros.

–  Este año vamos a tener que comprar el maíz.

La Abuela me quitó el espejo de las manos y con sus dedos arrugados y deformados por la artritis, me fue tocando la piel, deteniéndose en cada mancha mientras la presionaba  fuerte y la contaba: va una, dos, tres, cuatro, cinco, van cinco. Las manchas me llegaban hasta los brazos y parecían gotas de cloro entre la oscuridad de mi piel.

Sin decir nada, la Abuela se fue desabrochando la blusa, y yo sin saber por qué, también llevé la cuenta, va uno, dos, tres, cuatro, cinco, van cinco botones y se quedó desnuda enfrente de mí, dándose la vuelta y dejándome enmudecida. Fue hasta ese día que supe contarle las manchas al lomo de mi abuela.

Al mediodía

La casa no ha estado siempre tan vacía. Hubo un tiempo en que estaba llena de niños y aun entre las risas podía notarse cuando se había escapado la Abuela por un rato. El aire era distinto cuando ella estaba cerca. La casa no era la misma cuando aún quedaba gente.

Una de esas, de esas veces en que no hacía falta recorrer los cuartos para saber que andaba lejos, nos  metimos a buscar sin permiso entre sus cosas. Queríamos resolver el misterio de su edad, siempre decía que no se acordaba cuantos años eran, pero también se decía que tenía una cédula guardada debajo del colchón en su cuarto.

La encontramos: estaba bien cuidada y metida en una bolsa de plástico junto a otros papeles viejos y desteñidos. Alguno de los primos se asombró y no quería creer lo de la foto, pero lo que nos dejó pensando a todos fue su nombre. Amalia. Nos lo  pasamos por los labios y los dientes de leche. Amalia. No sabíamos que tenía otro nombre que no fuera Abuela.

Por la mañana

Amalia había nacido a muchos kilómetros de un puesto de salud en ese mismo cuarto, pero no junto a la misma cama. La de antes era de hierro y la única en toda la casa que no era de tablones de madera y de petate. La Bisabuela la parió acuclillada en el suelo, agarrada a los pies de la cama y sin decir palabra hasta que tuvo entre los brazos a su hija. En el cuarto sólo ella y, escuchando en silencio, su hermano detrás de la puerta.

Desde que nació, decían que Amalia era una niña rara. Sin importar el calor abrasador de la tarde o el sofocante y espeso de la noche, mantenía las manitas heladas como el hielo y dicen que cuando te le acercabas a la boca respiraba aire frío, de montaña. Que era como la menta, que era de tierra fría, aunque no era. Ella era de aquí y nunca viajó más allá del pueblo vecino.

Cuando tuvo edad para trabajar, ya estaba cansada la tierra, aunque no tanto como hoy. Ya se habían tumbado los árboles hacía tiempo y cada año tocaba rosar el campo, sacándole la hierba para poder sembrar ahí. Y Amalia hacía silencio cuando después de la cosecha le prendían fuego a todo y se escuchaban ruidos como de papel crujiendo inundando la casa.

Sólo los hombres podían quedarse para ver como ardían los campos. Todos se parecían: la misma cara, la misma piel envejecida, los mismos brazos delgados que aguantaban días larguísimos entre la hierba. Casi el mismo nombre, no hacía falta recordarse si eran familia porque siempre habían vivido ahí y siempre habían sembrado en las mismas fechas.

– Lo que usté tiene que saber del fuego no es tanto. Es bravo, si es bravo pues. Así como que uno no puede saber bien para donde va a agarrar, que se va a terminar comiendo. ¿Cómo es que le dicen a eso? Ajá, impredecible pues. Impredecible el fuego.

Lo primero que Amalia les aprendió a las llamas fue el color. Nadie puede precisarlo porque cambia todo el tiempo y su superficie es entre aire y metal derretido sobre el cielo. Ese color indefinible, empezaba  apenas con una columna pequeña de humo oscuro, pero cuando agarraba, cuando agarraba en serio, sólo tomaba segundos para apoderarse de todo.

La primera vez que Amalia se acercó durante la quema, pasó entre las piernas de cuatro de esos hombres cansados y en lugar de observar como ellos desde el otro lado de la cerca, se aproximó inclinándose para ver como el aire empezaba a mezclar, de arriba, de abajo, el rojo oscuro, el amarillo, el cobre furioso de las llamas.

El fuego parecía un holograma. Un portal. Su textura estaba a medio camino entre el agua y el aire y hubiera parecido inofensivo si no fuera por la furia de su danza.

Esa primera vez, a Amalia la metieron a la casa desmayada y con la cara roja.

Se  iba a despertar después de eso con un olor asqueroso metido fuerte y profundo en la nariz, y con su pelo  negro y largo reducido a unos mechones tristes con las puntas todas acolochadas y hechas polvo. Salió descalza apurándose sin recordar nada más que el color hipnótico y cambiante de las llamas para encontrarse que la tierra ya tenía encima esa capa de cenizas oscuras que iba a servir para que a la próxima pudiera seguir dándoles de comer. Tocó la ceniza con las manos, así como lo había hecho el día anterior, pensando que nadie la veía desde la casa y seguramente sabiendo lo mismo que yo: que la tierra se estaba cansando de tanto fuego y era hora de irnos ya.

–  Sh sh sh shhhh….

Las noches en esa casa siempre han sonado a silencio. El ruido suena a silencio también porque la verdad es que nunca se callan los sonidos de afuera. Sonaban así las cigarras. A un paso más lento sonaban igual los ronquidos callados de la Bisabuela. Sonaban así, expandiéndose en la noche las sábanas la primera vez que el Tío se metió en la cama de Amalia. Ella tenía diez años, su cama estaba fría como todas las noches y aunque por un tiempo ella llevaba la cuenta y pensaba que un par de segundos de tardanza podían significar que esa noche el Tío no iba a llegar a tocarla con sus manos toscas, él siempre llegaba, sobándole los hombros y manteniéndole bien anclada la cabeza contra la almohada:

– Sh sh sh shhhhhhhh, quedate calladita.

Amalia despertaba más y más  fría después de cada noche. El problema es que ahora empezó ella misma a sentir ese frío agudo en lugar de sólo sacarlo para afuera. Intentó con un par de ponchos que olían a viejo y guardado porque nadie en la casa los había usado nunca. No importaba que sudara tampoco esperando al Tío, el agua que se le acumulaba en el cuello era salada y fría también.

Una noche, cuando él ya estaba roncando sobre su cama, Amalia agarró con asco la botella que él había dejado en el suelo y aguantándose las arcadas le dio un trago. Otro trago y  luego se aguantó el resto que quedaba de un solo. Primero nada y después sintió el calor: como una serpiente avanzándole  por  las entrañas.

La serpiente quemaba al bajar. Se extendían sus escamas muy lento, se hinchaban, agarrando fuerza, lamiendo el tejido blando y mojado de su estómago. Las manos del tío eran calientes, cabal así. Su lengua quemaba igual.

Por eso, seguro, es que cuando el tío abría una botella no la empinaba rápido. La tenía entre las manos unos segundos, como mirando alrededor. Hasta que cerraba los ojos despacito y se tragaba ese líquido transparente relamiéndose.

Esa noche Amalia se metió entre la milpa por primera vez, caminando descalza y tropezándose a cada rato con piedras  y raíces. Le pareció ver una serpiente roja y cálida enroscándose en sus pies, antes de caer tendida para dormir.

Hasta la fecha, la Abuela no sabe si fue sueño, si caminó dormida, si lo hizo despierta o una mezcla de las tres. Pero entró en una cantina, eran pasadas las once y nadie le impidió entrar hasta un cuarto de piso de tierra donde había una mujer sentada encendiendo un puro. El anaranjado en uno de los extremos se hacía más grande o más pequeño, mientras respiraba la mujer. Algo así como que palpitaba ese atado grotesco lleno de alguna hierba extraña. Fue ella quien le contó sobre el pájaro de fuego y le pidió que le esperara.

De mañana, el Tío y la Bisabuela se metieron entre la milpa para buscarla. Ella la llamaba a gritos bajitos y asustados, él iba machete en mano. Cuando la vieron acurrucada en el suelo, ambos se quedaron parados por un segundo, como sin saber quién iba a aproximarse primero. La Bisabuela la cogió entre los brazos, tocándole la cara para despertarla, pero fue el zarandeo del Tío, que la tiró al suelo y la agarró de la quijada, lo que le hizo ver que ya era de día y que el sol estaba alto, recortando en negro la figura grande que tenía enfrente.

Amalia le vomitó encima, tosiendo y cubriéndose la cara para  protegerse los ojos de la luz.  La serpiente cálida que le había bajado por la garganta salía ahora ácida, quemándole hasta la nariz.

Al atardecer

Primero se fue  mi papá, yo tenía tres años y si no hubiera una foto en una pared de la casa, no me podría acordar de quién era él. Ya se habían ido otros antes y despacito pasó que en todas las casas se contaba a los que faltaban y para nosotros empezaron a volverse verdad cosas extrañas, como un desierto inmenso y la Bestia.

Ahora, en época de cosecha, se juntan todas las mujeres; se van en fila hacia los campos. Detrás del fuego, en la cocina o camufladas en las entradas de la casa, se habían quedado todas las  madres, como a la espera de que el viento acelerara los años que iban a tardar en volver a ver a sus hijos.

Pero el primero que en verdad sentí fue a Jorge, mi hermano. Él se fue para ver a papá y trabajar con él, pero nunca llegó. Jorge se quedó a medio camino con la ropa tiesa de polvo y los papeles con los números de teléfono y las direcciones bien guardados en una bolsa del pantalón.

Dicen que lo encontraron solo, pero no sé. Que lo habían dejado atrás cuando se dieron cuenta que ya no iba a moverse. Yo sigo imaginándome a un coyote de verdad cargándolo prendido de la boca a paso lento y tirándolo al río. El hombre coyote sí regresó a cobrarnos su parte y con los dientes limpios y sin señales de haberse comido la carne de Jorge.

Al mediodía

La abuela me contó que al Tío le gustaba como le olía a hierbabuena el pelo y que la jalaba de ahí a cada rato, aun en público, aunque esas veces se riera y lo hiciera suavecito. Amalia se lo quemó para que le apestara, pero él solo le pasó los dedos entre las hebras sacudiéndose toda la ceniza que iba quitando a su paso.

Otro día Amalia, se lo cortó con unas tijeras de cortar tela y lo escondió bajo la almohada. Pensaba enterrarlo al momento que cayera la noche. La Bisabuela la agarró a puras cachetadas cuando la vio, dejándole la palma marcada sobre el rostro. Aun así el Tío seguía llegando en las noches, para decirle:

– Sh sh shhhh, ¿por qué ya no querés ser mi muñeca de pelo largo?

Así se fueron días completos.  El Tío apartándola cada vez que podía y la Bisabuela sin saber. Dice la Abuela que fue ahí cuando empezó a pegar cada día más fuerte el sol y el calor se hizo insoportable para todos los demás, menos para ella.

Perdieron una primera cosecha. Había llegado la primera lluvia de la temporada y se sembró el maíz. Esperaron, pero en las próximas semanas lo único que hubo fue una llovizna corta y luego una lluvia torrencial, caliente y pegajosa que no duró ni cinco minutos y sólo dejó vapor levantándose sobre el asfalto de la carretera cercana. No sabían qué podía ser y las plantas se iban secando cada día más. Pero Amalia levantaba la cabeza y reconocía el color anaranjado en las nubes, el color del pájaro.

–  Hay algo que tenés que saber. El pájaro de fuego está volando bajo estos años, se quiere posar en algún lado y no encuentra dónde. El pájaro, para castigarte, puede secar el agua de las nubes y si te portás peor, va a dar vueltas sobre el campo durante la quema, levantando el aire y haciendo que crezca el fuego y no lo puedan controlar.

Ella ya no salía más a hacerse lugar entre los hombres.  Se quedaba en la casa escuchando sonidos de la quema y esperando que el pájaro hiciera remolinos en el aire para que las llamas se tragaran todo de una vez. Pensó rociar la casa con gasolina, prender las sábanas de la cama. Nunca lo hizo.

Amalia celebró dos cumpleaños mientras tanto. El Tío llegaba siempre puntual y ahora le metía un pedazo de trapo sucio en la boca para que no hablara. Dos cumpleaños. Dos quemas. Amalia estaba flaca flaca y siempre con sueño. La parcela se estaba muriendo.

La Bisabuela hizo caldo de macuy y se sentaron las dos a comer. El Tío se había ido el día antes para el pueblo. Un pickup lo había llegado a traer y él se había subido en la parte de atrás, agarrado apenas de unos fierros y apretujado entre varios hombres con la piel morena perlada por el sudor. No les había quitado la vista de encima hasta que el carro se perdió en una curva al final de la carretera.

Después de comer, Amalia se fue para el cuarto, respirando tranquila de tener una noche sin esperar los ruidos de madera crujiendo que delataban la cercanía del Tío. Cerró la puerta, como lo hice yo hoy y de la misma manera se desnudó frente al espejo, dándose la vuelta despacito, intentando verse completa. Paró y se quedó helada, sin atreverse a dirigir la vista hacia abajo.

Viéndose fija a sí misma en el espejo, aguantándose ese juego de mantener la expresión imperturbable. Una línea escurridiza de sangre le bajaba entre las piernas.

Si aún era posible, Amalia sintió más frío. Se volvió a vestir con las manos temblorosas y se sentó en la cama. El Tío regresaba en dos días y eso significaba que tenía que irse ya, que era hora. Esperó un rato acostada en su cama con la vista fija en el techo, escuchando los ruidos de silencio de la casa.

Todavía a oscuras, sabiéndose de memoria ese cuarto chiquitito, Amalia hizo un atado con todas sus cosas sobre la cama. Tres mudadas, la medallita de bronce que le regaló la Bisabuela, un puñado de monedas bien asegurado en una bolsita de cuero, los restos de licor robados al Tío, cuatro tortillas.

Pasó junto a la cama de su madre. No se atrevió a tocarla y no sabía una manera de dejarle explicado lo que no le había dicho por tanto tiempo. Le dejó un manojo de hierbabuena junto a la almohada, para que durmiera bien.

Amalia salió de la casa para dormir una última vez  entre esa milpa.  Cuadraba bien la fecha, en un par de días, cuando regresara el Tío, iban a deshacerse de las plantas, estaban echadas a perder por el calor. Amalia las pasó tocando, en silencio y tardándose mucho, despidiéndose de cada una y escuchando el ruido que hacían sus dedos al rozar las hojas tiesas y secas.

Se tumbó en el suelo, usando el atado de almohada, e intentó dormir.

Amalia tenía  los pies clavados bien firmes entre la tierra. Sentía pasar entre los dedos a las lombrices y cómo pequeñas hormigas comenzaban a recorrerle  piernas arriba. Entre la milpa, escuchaba susurros. Toda la gente había salido de sus casas y mientras se hacían visera sobre los ojos con las manos, dirigían  los ojos hacia el sol. Seguían esperando algo cuando el Tío le  prendió fuego a la milpa.

Lo primero que Amalia les aprendió a las llamas fue el color. Nadie puede precisarlo porque cambia todo el tiempo y su superficie es entre aire y metal derretido sobre el cielo. Ese color indefinible, que empezaba  apenas con una columna pequeña de humo oscuro, pero cuando agarraba, cuando agarraba en serio, sólo tomaba segundos para apoderarse del campo.

– Sh sh sh shhhhhhhh

Alguien estaba entre la milpa y corría pasando las palmas de las manos contra las plantas. Amalia no se atrevía a abrir los ojos y no sabía con seguridad cuánto tiempo había pasado dormida. Le empezó a latir fuerte el corazón, los sonidos se sentían cada vez más cerca.

Amalia abrió los ojos, despacio. El cielo empezaba a clarear, pero el sol estaba detrás de un cuerpo de nubes espeso y gris. No era ni de noche ni de día. El sonido había parado súbitamente y por eso Amalia se atrevió a incorporarse y tomó sus cosas para asomarse a ver de dónde provenía. Volvió a escucharse, era un ruido áspero. Amalia se dio la vuelta.

Volvió a escucharse, una vez más. Amalia levantó la vista, le pareció ver la sombra de un pájaro bloqueando la luz. A lo lejos, el lamento de una mujer. Amalia se volteó hacia la casa, sintiendo como le recorría el cuerpo una ola fría, corrió hacia allá intentando huir de los graznidos fuertes de un ave enloquecida que volaba bajo, entre la milpa.

En la casa se encontraban tres mujeres reunidas, calladas las tres sin hablarse entre sí. Amalia ignoró su sorpresa al verla entrar por la puerta a esa hora, y preguntó por la Bisabuela. Le dijeron que estaba vistiéndose para poder acompañarlas al pueblo, pero que había dicho que no iba a irse sin encontrarla primero.

Amalia se apresuró hasta su cuarto, donde encontró a la Bisabuela revolviendo las sábanas de la cama en busca de una señal. Al verla no le dijo nada y corrió a abrazarla, jalándola inmediatamente después de vuelta a la sala para contarle lo que había pasado.

Al grupo de hombres con los que viajaba el Tío los habían acusado de ladrones, de haberse robado parte de la cosecha en la finca en la que habían llegado a trabajar y de ser forasteros que llevaban haciéndolo por meses en una serie de pueblos a lo largo de la carretera.

Sus esposas, las mujeres reunidas en la sala, habían llegado en medio de la noche a despertar con sus gritos a la Bisabuela, para ir hacia el pueblo e impedir que los encarcelaran o los llevaran hasta el juzgado en la ciudad.

Salieron, como lo habían hecho los hombres hacía unos días, a bordo de la parte de atrás de un pickup destartalado, apretujándose y juntando entre todas dinero para pagarle al conductor. Amalia no sentía prisa para llegar a ninguna parte, pero disfrutó de ver como se hacía cada vez más pequeña la casa mientras avanzaban por la carretera y decidió ignorar al pájaro que desde muy alto, las siguió durante todo el camino.

Se hicieron hora y media hasta allá y durante el trayecto amaneció y ahora sí salió con toda su fuerza el sol de la mañana. Las mujeres sudaban, pasándose el dorso de la mano encima de los labios y jugando con la lengua la  poca saliva que  les quedaba en la boca. No fueron las primeras en llegar.

Había un grupo grande de gente reunida a  las afueras del pueblo y por eso tuvieron que bajarse del pickup y caminar, empujando entre todos y buscando a alguien que quisiera responderles las preguntas sobre lo que había pasado. Nadie quería explicarles, les rehuían la mirada cuando sabían que eran familiares de los hombres capturados.

Amalia fue de la mano de la Bisabuela todo el rato, pendiente de los rostros de la gente, buscando obsesivamente y esperando no encontrarse con el del Tío. Alternaba esta búsqueda con las miradas hacia arriba, aunque la intensidad del sol le impedía ver bien, estaba casi segura que por ratos una figura negra y grande cortaba la luz al pasar volando.

Las mujeres hablaron entre sí y decidieron ir a buscar al alcalde. Comenzaron a avanzar por el pueblo, en donde la multitud se hacía cada vez más espesa. Amalia soltó la mano de la Bisabuela para taparse los oídos, el ruido era casi insoportable: los gritos de la gente y a lo lejos, creciendo en intensidad una serie de sonidos muy conocidos:

–  Sh sh sh shhhhhh

Amalia se abrió paso ante la multitud, ignorando las llamadas de la Bisabuela y empujando hasta alcanzar el centro del círculo. Adentro había un hombre con un costal en la cabeza y las manos atadas con lazo.

– Sh sh sh shhhhhhh

Amalia se dio la vuelta y le pareció ver a su madre hablando con una mujer, que sentada tranquilamente en el portal de una casa, fumando un puro que palpitada con cada toque, le señalaba el hombre atado en el centro del círculo.

La mujer tenía fija la mirada en Amalia.

Dice la abuela que pasaron tres segundos, porque los contó. Tres segundos antes de que ese hombre, sin articular ni palabra ni gemido, empezara a dar vueltas en círculos, enloquecido, luego de que le vertieran un galón de gasolina encima y le prendieran fuego.

Amalia pudo ver una sola cosa antes: la figura negra en el cielo había desaparecido y el hombre incendiado por la turba bailaba, como aleteando y pidiendo ayuda a la gente. La única palabra que soltó no fue palabra, fue un graznido. Eso antes de que las llamas la alcanzaran a ella también.

Al atardecer

A la voz de la Abuela contándome esa historia, se fueron agregando, uno a uno, los sonidos del silencio de la noche.

Primero fue el de los grillos, luego las ranas, los carros pasando por la carretera a gran velocidad. El viento que pasaba entre el campo y las ramas de los árboles.

Amalia estaba sentada en la cama abrochándose la ropa. Yo todavía tenía grabada en la vista su espalda: con la piel arrugada y caída, haciendo remolinos. Era una sola cicatriz blanca la que le había quedado antes de que la Bisabuela se le tirara encima para apagar el fuego.

– ¿Cómo es allá, donde se ven las cosas desde lejos?
– ¿Cuándo uno se va?
– O cuando se regresa
– Pero es que yo no me quiero ir,  Abuela
– Igual todas nos vamos, a veces

Dice que nunca supieron quién era el pájaro de fuego, el hombre al que la gente del pueblo consiguió linchar. Los otros tres hombres que le acompañaban consiguieron escapar y para cuando se apagó el fuego, el cadáver era irreconocible.

Ninguno de los cuatro hombres regresó nunca. Sólo ellas fueron las que se montaron de nuevo en un pickup para llevar a Amalia a un hospital, mientras veían como el pueblo también se hacía pequeño, cada vez más.

Nunca me contó qué pasó después. Si lograron cosechar el maíz, si en algún momento Amalia le confesó a la Bisabuela lo que había estado pasando y la promesa de la mujer un año atrás, vaticinando el descenso del pájaro de fuego. Si el pájaro alguna vez la había dejado del todo siquiera y no seguía escondido, entre la milpa para esperarla.

Hay toda una parte de la historia que ella no va a contarle a nadie.

No sé si algún día va a dejar la casa para no regresar jamás, como todos los hombres de la familia. Sus paseos nocturnos son cada día más frecuentes y más largos. Deja en la casa la multitud de sonidos y regresa siempre sin hacer ruido.

Lo que sí me dijo fue que segundos después de terminar de contarme su historia, tres segundos exactamente (lo sabe porque los contó) su aliento, que hervía desde esa tarde más de cincuenta años atrás, había empezado a sentirse fresco, de nuevo.


ACTA DEL JURADO

Carátula, revista cultural centroamericana; la Universidad Autónoma de Nuevo León (México); y la Fundación Ubuntu, en el marco de la quinta edición de Centroamérica cuenta, convocaron al V Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve. Creado en 2012 para impulsar el género del cuento en el istmo y reconocer sus nuevas voces y tendencias, ha tenido como ganadores en sus ediciones anteriores a los escritores Maurice Echeverría (Guatemala, 1976); Rodrigo Fuentes (Guatemala, 1984); José Adiak Montoya (Nicaragua, 1987); y Berly Denisse Núñez (Panamá, 1991). El jurado, conformado por Sergio Ramírez (Nicaragua), Pedro de Isla (México) y Miguel Huezo Mixco (El Salvador), deliberó sobre 12 cuentos finalistas de un total de 100 recibidos por el Comité Organizador, todos de autores centroamericanos menores de 35 años conforme las bases del premio. En consecuencia, después de las deliberaciones correspondientes, el jurado acordó por unanimidad:

1.  Declarar como ganador al cuento “El pájaro de fuego”, amparado por el seudónimo “Alicia González”, cuya plica de recepción fue la número 26. Una vez abierta la plica, la autora resultó ser Andrea Morales, de Guatemala, nacida el 21 de noviembre de 1993, estudiante con cierre de pensum de la carrera de Antropología de la Universidad de San Carlos. En 2015, la autora se graduó como Realizadora Audiovisual en la Escuela de Cine y TV Casa Comal. Es columnista de opinión en varios medios digitales, poeta y guionista independiente.

2.  A criterio del jurado, “El pájaro de fuego” es el retrato de un mundo familiar donde todo —los afectos, las cosechas, la memoria y hasta la piel— está marcado por la presencia del fuego. En este texto, construido mediante secuencias que transcurren siguiendo el movimiento del sol, la autora revela, como quien arranca las capas de una cebolla, los secretos guardados con dolor por Amalia, la protagonista, condenada al silencio por la potencia de la tradición patriarcal. El pájaro de fuego, ser sobrenatural y caprichoso, que marca con la desgracia o la prosperidad a los campos, a los animales y a las personas, es uno de los enigmas a los que el lector se enfrenta en este relato sorprendente, colmado de magia y poesía.

3.  Una vez acordado el fallo y verificados los datos de la autora ganadora, se procedió a eliminar las carpetas digitales de todos los cuentos y plicas recibidas.

El premio consiste en una residencia de un mes en la Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, junto con el boleto aéreo, otorgado por la Fundación Ubuntu, y una escultura de Ernesto Cardenal.

Dado a las 16 horas del 12 de mayo del 2017.

Sergio Ramírez (Nicaragua),  Pedro de Isla (México), Miguel Huezo Mixco (El Salvador)

Comparte en: